23.6.05

Sarabá

Antes de trabajar en el bar yo trabajaba en un sitio grande, de moda, impersonal. Una de mis compañeras de trabajo era una brasileña negra como el azabache, altísima, de sonrisa amplia y cuello largo, dew rostro perfecto. Parecía una diosa africana. Siempre llevaba alrededor de su cuello de ébano un collar de cuentas que parecía de inspiración africana y sobre el que sus compañeras bromeaban preguntándole si era algo de santería. Nunca intercambié demasiadas palabras con ella: en los cambios de turno a veces bromeábamos entre nosotros y alguna que otra vez intercambiábamos miradas de complicidad cuando algo divertido pasaba al otro lado de la barra. No tuvimos tiempo de tener ni siquiera una conversación seria, pues apenas un mes despues de que yo comenzara a trabajar allí ella dejó su puesto. Una semana antes de que ella se fuera, mientras yo cerraba la barra, ella se acercó a mí y me dijo con su cantarín acento brasileño: "Cuando me vaya te quiero dar mi..." -y aquí añadió una palabra que jamás he podido recordar pero que a juzgar por sus gestos se refería a su collar de cuentas. "Siempre que te he visto has estado sonriendo y siempre me has mirado a los ojos. Me has alegrado un poquito el día cada vez que has aparecido por aquí, y eso me gusta. Por eso quiero que lo tengas tú". Y con una sonrisa de satisfacción y una palmada en mi espalda quedó el trato sellado.

Hace tiempo que nadie me regala collares.


9.6.05

Nice guys die alone

Era primera hora de la mañana y estábamos solos Javier y yo. Bueno, tambien estaba Cheng calentando la tragaperras, pero ya prácticamente le considero parte del mobiliario del bar. Eso de que Javi ahora se pase por aquí antes de irse a currar me viene bien, porque me ayuda a despejarme y a empezar el día con una carcajada. No sé cómo acabé hablándole de mujeres y de esas cosas. He tenido mejores momentos, y peores tambien, pero la cantinela que yo le estaba contando ya era vieja:
- Venga, ya sabes a qué me refiero. No me digas que no me puedo quejar. Estoy rodeado de casis, de ningún entero, y ya me cansa. A esta le encanta acostarse conmigo pero no quiere oír hablar ni siquiera de ir a tomar el café juntos. A esta otra le encanto de manera platónica pero tiembla ante la idea de que le ponga un dedo encima. A esa otra aparentemente le encanto de todas las maneras posibles pero, ah, no quiere estropear una amistad que yo no he pedido. Aquella otra... esa no sabe ni lo que quiere y me lleva de lado a lado intentando sintonizarla. Me canso, tío, me canso mucho. Que me he pasado toda la vida así...
Javier me echó una ojeada y dejó el Marca sobre la barra:
- Es el efecto JASP.
Me eché a reir:
- No me acordaba de ese anuncio, mira.
- Pues eso mismo. Desde arriba nos han vendido una juventud que consiste en salir de fiesta constantemente con nuestros grupos de amigos, alternar con supermodelos en nuestros coches deportivos, ser descaradamente interesantes e ingeniosamente sabios, tener un cuerpo fibroso y vestirse a la última, reirse de la autoridad con desparpajo, correr por las aceras de Sunset Boulevard riéndonos con nuestras sonrisas perfectas, correr por las escaleras de incendios de noche y de día subirnos a las farolas para mirar con nuestras gafas de sol de marca, tener puestos de responsabilidad donde con un clic ordenamos que nos aparezcan mapamundis en la gigantesca pantalla de plasma de la oficina... y luego nos tienes a tí y a mí, con menos de 30 años y currando como tontos, y exigiendo esa juventud que se nos ha prometido.
- Ya, y con las mujeres pasa igual, ¿no?
- Sí, tío. No con ellas, sino con las parejas. Desde tu madre hasta Steven Spielberg te han vendido una idea de pareja concreta. Una de ir a la montaña rusa de adolescente y salir a echar una copa los sábados por la noche de más mayores, de tener dos niños y gas ciudad, de desayunar zumos de fruta en tu inmensa cocina, de pagar tu hipoteca con cariño y la ayuda de la majísima directora de la caja... y ahora lo exiges. Te han engañado y te rebelas... Acepta lo que tienes, tío. Mucha gente pagaría por ello. Yo mismo, que no tengo quién me aguante de ninguna de las maneras...
Javi sonrió de medio lado y se echó el azúcar en el café. Le miré fijamente y suspiré. Nunca sé qué decir cuando sé que mis amigos tienen razón pero aún así no me convencen...


1.6.05

Simulacro

Viene por lo menos una vez al mes, empujando la silla de ruedas del chico. El muchacho tendrá seguramente sobre los diecisiete años, la boca entreabierta y la mirada perdida. Su madre le viste con la ropa que lleva el resto de chavales de su edad, con los mismos pantalones, las mismas camisetas, las mismas zapatillas. Ella anda despacio, siempre despacio, empujando la silla roja.

El otro día cuando le serví el café ví la mirada amarga de la mujer, y no pude evitar pensar que en el rinconcito más oscuro de su alma ella sentía que lo que empujaba en su silla no era más que un simulacro de persona. En su expresión cuando limpiaba la cara del chico sólo pude ver resignación, vergüenza y dolor. Busqué en ella desesperadamente el instinto maternal, la historia tierna, la ternura con banda sonora de fondo, la moraleja reconfortante... pero sólo encontré un vacío inmenso.

Y me sentí muy solo.